El néctar de los lobos

Espacio de placer sensorial. Cuentos, poesía, fotografía, periodismo... empalmes creativos. Los llaman góticos, de terror, románticos, de amor, de nostalgia, de abandono, de venganza... de la vida misma. Tinta electrónica que, aun sin ser palpable, es transmisible... Un vouyerismo literario.

Tu sonrisa de plata


Voy a escalar sobre tu piel de sepia. En ella me invento los surcos en los que quiero detenerme. Y así coexistimos. Yo en ti. Tú en mí.

Hay tráfico para recorrer tus muslos. Los encuentro algo precipitados, con muchas ramas y follaje negro a mitad de camino. Y a mí que nada me detiene. El tráfico por ellos me es congestionado y nocturno. Pero mi boca enciende los faros.

Cambio la carretera de tus piernas y vuelo con las alas de mis labios. Llego hasta tu rostro. Tus facciones no lucen como cuando te vi por primera vez, con esa sonrisa creando perímetros en tu boca. No tardé mucho en renombrarla: Tu sonrisa de plata... tan blanca, tan hermosa, tan natural, como si fuera un mosaico.

Entonces te beso y tiemblas. Te estremeces y eso me gusta. Estás desnudo y hace frío. Mis labios van a arroparte.

Abro la boca y muestro la lengua. Mi saliva se funde con la sal de tu sudor. Te saboreo y me deshago en placer. No paro de hacerlo.

Quieres hablarme, pero las palabras se pierden en tu boca... esa boca que estoy a punto de reventar con mis puños si no me muestras ahora mismo Tu sonrisa de plata, tan blanca, tan hermosa, tan natural, esa que te vi al conocerte... esa por la cual te tengo en un rincón de mi sótano, con pedazos de tu propia ropa esclavizándote las manos y algunos metros de soga de ahorcado desangrándote los pies.

Cuando te hago poesía

En tus manos el universo se reinventa.
La luna se comprime y las estrellas te ofrendan su luz.
Tus palmas son ese blanco sobretodo que me abriga el sentir.
Quisiera tenerlas junto a mi pecho, protegiéndome el corazón.

En tus ojos el mar se redimensiona.
Su cristal se intensifica y la espuma te purifica la mirada.
Tus pupilas son esas obsidianas que me resplandecen la vida.
Quisiera acercarlas a mis ojos, reflejándome el semblante.

En tu rostro el viento se multiplica.
Su frialdad se temporiza y su velocidad se lleva tus lágrimas.
Tu semblante es un alcatraz que me embellece el panorama.
Quisiera recorrerlo con mis labios, adornándome la sonrisa.

En tu corazón los versos se me acaban.
Las rimas se me inquietan y las musas se sienten opacadas.
Tus latidos son poemas que me anuncian más poemas.
Quisiera que alguno me dedicaras, regalándome inspiración.

Próximo arribo

Te encantaba ver cómo el metro rajaba el aire. En la estación, esperabas con paciencia a la orilla de los andenes. Y cuando el bólido anaranjado arribaba, gozabas alargar tu cuello y sentir cómo su viento te vibraba la cara, porque tu vida ya estaba llena de tantas muertes que ese hormigueo sobre tus mejillas era lo único que te hacía sentir algo vivo.

Al entrar en el vagón, hacías lo que te era típico. Mirabas a tu alrededor. Te recargabas al fondo del vagón y desde ahí contemplabas los rostros de la gente: un joven y sus audífonos que le servían como un par de centinelas que le protegían contra el mundo, una anciana con los labios surcados y la mirada agachona, una madre con semblante cansado y su hija que no podía quedarse quieta. Los cuatro tenían algo en común: se estaban acercando al área de descenso porque bajarían en la siguiente estación, la estación de transborde. Tenías que apresurarte a elegir.

Entonces volviste a mirar… y ahí estaba. Esta vez se trataría de un señor de unos 75 años, con lentes redondos, la piel tan cana como su cabello y algunas manchas mulatas en el rostro. También se acercaba a la puerta para bajar en la siguiente estación. Ahí era cuando decías: “Ya lo tengo”.

Al descender del vagón para después transbordar, tus pupilas se esposaron a la fisonomía de aquel anciano. Un paso adelante del otro. Esquivabas a la gente que caminaba en sentido contrario a tu ruta y ni por un instante perdías a ese que tenías en la mira. Llegaron a los andenes donde esperarían transbordar. Amabas esa estación porque ahí el tren siempre tardaba en llegar y eso te permitía confundirte entre la multitud que esperaba.

Pareciera que lo mandaste a hacer cuando notaste que tu anciano se colocó justo a la orilla del andén. Comenzaron a llegar más y más personas y aprovechaste la situación para colocarte justo detrás de la ola de gente, pero a la altura del anciano, como si acabaras de llegar. El sonido del próximo arribo comenzaba a escucharse.

Respiraste hondo. Encogiste los hombros, flexionaste los brazos y te los pegaste al pecho. Y al anuncio de la llegada del tren apretaste los ojos, desafiaste a la multitud y con todas tus fuerzas te lanzaste hacia delante. La ola de gente hizo inercia y el anciano que habías elegido, justo a la orilla del andén, terminó por sentir el empujón. La sangre y los gritos se mezclaron sobre las vías del andén.

Corriste con la misma suerte que las otras veces. La confusión del momento siempre te ha servido como tu pase de salida.

¿Hace cuánto que te iniciaste en esto? ¿Al enterarte que tu abuelo te abandonaría y tú apenas tenías cinco años? ¿Al contemplar cómo tu abuela rociaba con gasolina toda la casa? ¿Cuando tu hermano mayor y tu hermana te dieron la espalda al saber que eras drogadicto? Sí, efectivamente: ese anciano, esa anciana, ese joven y esa adolescente son los hacedores de tu mierda.

Quizá también se deba a la primera vez que entraste al metro y te tocó ver a un hombre saltar hacia las vías. Cuando observaste cómo su cuerpo se desmembraba y la sangre salpicaba el tren, quedaste horrorizado, pero luego hasta terminaste llevándote la mano a la boca para que la gente no te notara la risa.

¿Aún recuerdas la primera vez que tú mismo lo provocaste? Fue un accidente, te dijiste en un principio. Pero forcejearle el monedero a una anciana justo a la orilla de un andén es todo menos un accidente. ¿Y qué de aquella vez cuando ya eran casi las 12 de la noche y tomaste al único pasajero que te acompañaba en aquel vagón para reventarle la cabeza contra uno de los tubos? ¿Ya se te olvidó que en otra ocasión, también a esa hora, mataste a una adolescente a golpes y arrojaste su cadáver por la ventana del vagón a mitad de túnel? Es un milagro que aún sigas libre.

La memoria es como esa oruga anaranjada de nueve vagones. Llegan personas, salen otras. Y hay algunas que llegan contigo hasta el final, pero de todos modos terminas escupiéndolas de ti, haciendo tus cargas más livianas. Por eso, luego de haber matado al anciano, a la anciana, al joven y a la adolescente, fue momento de transbordar. Tu momento de transbordar.

Llegaste al andén sintiéndote como un ave recién nacida. Te colocaste a la orilla, rebasando la línea amarilla de seguridad. Abriste los brazos y dejaste que la gravedad te llevara. Se escuchaba la llegada del próximo arribo. Y hacia allá ibas, en vuelo perfecto hacia las vías.