El néctar de los lobos

Espacio de placer sensorial. Cuentos, poesía, fotografía, periodismo... empalmes creativos. Los llaman góticos, de terror, románticos, de amor, de nostalgia, de abandono, de venganza... de la vida misma. Tinta electrónica que, aun sin ser palpable, es transmisible... Un vouyerismo literario.

Cuando grita la sangre

La noche vestía de lentejuelas. Lo noté cuando me acerqué al ventanal para replegar las persianas. Cerré la puerta de la oficina y me guardé las llaves en la bolsa del saco. Ya en el elevador, pude mirarme en el reflejo de la puerta: el rostro más pálido, el semblante más viejo, el cuerpo más holgado… la mirada más vacía.

Salí del edificio y por fin volví a ver las calles tras diez horas en arraigo laboral. Pero irse del trabajo tan tarde tiene su parte de excitación. A esas horas las banquetas son mías y el aire de la noche tiene un frío único. Quizá por mi soledad, para mí no hay nada como caminar sobre ese desierto de hormigón y sólo escuchar el sincronizado sonido de mis propios pasos.

Pero aquella noche no fue así. Ya casi llegando a mi casa, noté mi sombra parida por la luz de uno de los faros. Y ahí, junto a mi sombra, de repente noté la de otro ser. Volví la cara.

Ahí fue cuando la vi. Era una mujer alta y de un rubio que se hacía más dorado con la luz del faro. Su rostro parecía bañado en oro blanco y en los ojos tenía el escarlata de los eclipses lunares.

Ella no decía nada, sólo me miraba como si quisiera abrir la gaveta de mis pupilas y mirar lo que hay dentro de mí. Su hermosura me dejó paralizado. Fue como enamorarme de ella sólo por haber unido nuestras sombras bajo la luz de aquel faro.

Mientras permanecíamos en silencio su rostro me seguía intrigando. Me seguía enamorando. Para entonces, yo ya había alineado las constelaciones para luego pretender ofrendárselas, convencerla de tomarse una copa en mi casa y después, si el cuerpo me respondía, revolver la cama un rato.

Estaba a punto de decírselo. Pero en vez de eso, ella se me acercó al oído y me dijo en voz baja:

— Tony, ¿alguna vez has escuchado el grito de tu propia sangre?

Arrugué la frente y repetí mentalmente sus palabras, letra por letra. ¿Cómo es que sabía mi nombre?, ¿escuchado el grito de qué?, ¿a qué se refería?

Y cuando reaccioné para preguntarle, la mujer había desaparecido. No sé cómo ni por qué, pero esa que unió su sombra con la mía había dejado de existir y en la escena sólo estaba yo: con el rostro más pálido, el semblante más viejo, el cuerpo más holgado y la mirada más vacía.

Recorrí con la mirada todo el lugar. Ni rastro de la mujer. Un dolor me oprimía el pecho y, al tocarlo, noté mi camisa completamente bañada en sangre, el rojo también estaba impregnado en mis manos. Y cuando miré mi reflejo en la ventanilla de un auto cercano, vi que toda la periferia de mi boca tenía un sucio aspecto carmín. De repente, mi sombra se deshizo al ser atravesada por unas luces rojas y azules que se me acercaban. Percibí la sirena de la patrulla.

— ¡Ya te cargó la chingada! ¿Creíste que nunca te atraparíamos?

Sólo le entendí cuando, junto a mí, yacía el cuerpo descuartizado de la mujer a la que pensaba ofrendarle las galaxias.

Ahora miro el mundo por el entremedio de unos barrotes. Me despiertan a las seis de la mañana y tengo que ducharme con agua helada. Y a veces, para matar el rato, le arranco estrellas a la noche para masticarlas y luego escupir sus pedazos plateados. Pero cuando el silencio es omnisciente y mi propia celda me arrincona, aún escucho que una voz en mi pecho me dice: "Tony, ¿alguna vez has escuchado el grito de tu propia sangre?”.