El néctar de los lobos

Espacio de placer sensorial. Cuentos, poesía, fotografía, periodismo... empalmes creativos. Los llaman góticos, de terror, románticos, de amor, de nostalgia, de abandono, de venganza... de la vida misma. Tinta electrónica que, aun sin ser palpable, es transmisible... Un vouyerismo literario.

Las olas de nuestro destino

Por poco y la muerte los besaba. Y es que en la carretera hacia Nayarit el autobús casi se impacta de frente con un trailer de dos cajas. El chofer tomó el volante con más fuerza y lo giró a la derecha hasta completar tres elipses. En el zarandeo, los anteojos de doña Brígida se le arrancaron de las sienes y cayeron junto a los pies de don Ausencio, su marido desde hace cuarenta y siete años, quien sólo pudo sujetarse del forro del asiento reclinable mientras duraba el ajetreo.

Al recogerlos del piso, doña Brígida se acercó a la luz que se reflejaba en la ventana y notó en el cuerpo de sus lentes un par de estrías cristalinas. “No puede ser —dijo—, son los terceros que se me rompen en lo que va del mes”.

Ninguno de los dos ancianos erraría en su promesa. Ya habían alcanzado lo inalcanzable: cuarenta y siete años de matrimonio, cuatro hijos, nueve nietos, ocho viajes al extranjero, dos cirugías a corazón abierto y un compromiso de complicidad a corazón cerrado. Por eso viajaron a Nayarit, la tierra donde se conocieron, y al llegar a la Terminal de Autobuses pagaron un taxi en dirección hacia la playa de Guayabitos. Estaba a punto de anochecer.

Apenas y tuvieron tiempo de cenar. Quizá la velada no fue tan romántica como la primera vez que compartieron la mesa… luego la cama. Pero aun así, don Ausencio tuvo la cortesía de acercarle el asiento a su mujer y después intercambiar trozos de comida en la boca. Ambos rieron de lo adolescente de sus detalles. “La cuenta, por favor”, pidió él.

Caminaron hacia la playa. Don Ausencio recargó a su amada sobre una de las rocas y le quitó los zapatos de tela. Él se descalzó y se remangó los pantalones. Se acercaron poco a poco hacia las olas. El aire del momento les afloró al poeta que todos llevamos, pero pocos liberan. Ya en la orilla, la frialdad del agua les refrigeraba los pies. La espuma era tan nácar como los largos y trenzados cabellos de Brígida.

El vaivén de esas olas simbolizaba cuarenta y siete años de compañía. El agua, el oleaje y la sal. La vida, las circunstancias y lo inevitable. Las horas de la noche seguían, el cielo se hartaba de estrellas y los pies de los ancianos ya se habían acostumbrado al frío del agua.
De pronto otra ola, la de la nostalgia, les mojó todo el cuerpo.

— Estamos olvidados ­­­—dijo él.
— Somos olvidables —murmuró ella.

De pronto, y casi como si hubiera sido premeditado, las olas comenzaron a agitarse con mayor fuerza. Unas olas tan agresivas que parecían decididas a romper los cuerpos de aquellos ancianos, tal como la gravedad lo hizo con los anteojos de doña Brígida en ese autobús que por poco les adelanta la muerte… unas cuantas horas antes de lo acordado por ellos.

La muerte es tan infinita como la sal de aquel mar. Ya no tardaría mucho en amanecer. Ya era el momento. Don Ausencio se llevó la mano al pecho y simuló tomar su corazón, sujetó la palma de su amada y le acarició las líneas de la mano. Le cerró el puño con fuerza.

— Brígida, has sido el amor de mi vida. Conviértete en el amor de mi muerte.

Y hacia el mar caminaron, ensamblados de las manos, en pasarela exclusiva hacia la infinitud.

Promesas de metal



Juró nunca volver a pronunciar su nombre. Ni en el momento más vulnerable, ya no diría, ni susurrando, el susodicho de aquel que le causó tantas abolladuras a su impresionable corazón. No, ya no. A partir de hoy, al oír hablar de él, ella simplemente se abrigaría los oídos con las manos hasta que aquellos murmullos fallecieran y se pasara a un siguiente tema de conversación.

Se sintió convencida de lograrlo. Ni una palabra más sobre aquel hombre. Olvidaría todo de él: la intratable superficie de su piel, el brusco declive entre su vientre y sus piernas, la rígida moldura de su espalda, el avinagrado tono de sus ojos, la selvática repisa de su barbilla… y sobre todo, la tiesa redondez plateada de su piercing en la lengua, esa que durante tantos besos le friccionó la boca, esa que durante tanto calor le fundió el apetito las innumerables veces que él, en secreto, entraba por la ventana y se quedaba en la recámara de ella las noches que los padres de la mujer no llegarían sino hasta el siguiente día.

Aún tiene la evocación de sentir en su boca el piercing de aquel hombre. Amaba mordisquearle aquel pedazo de metal. Y cuando ella se sobrepasaba y sin querer le sangraba ligeramente la boca, él se enardecía mucho más y le pedía que lo desgarrara con mayor fuerza. No necesitaba decírselo, sus ojos hablaban por él.

La noche en que ella se juró no volver a mencionar a ese hombre era fría y desolada. El macho innombrable llegó a casa de ella para quedarse a dormir, pues los padres de la mujer celebrarían sus bodas de plata con un viaje a la playa y no regresarían sino hasta el siguiente sábado, así que dejaron la casa sola y suficiente comida para ella. Aún así, por mera costumbre, el hombre entró por la ventana, bajó las escaleras y sorprendió a aquella mujer en la cocina, picando cebollas sobre una tabla de madera, para lo que sería un proyecto de cena. Después de un beso seguido de un holacomoestás, él se quitó la chamarra, la colgó sobre una silla del comedor, subió al cuarto de ella, se desnudó y entró a la ducha.

Mientras el hombre se enjuagaba, en la planta baja un ruido entró a usurpar el silencio. Se oía como el oscilar de un diapasón cuando alguien lo toca, era como la agitación de una ventana cuando algún auto pasa muy de cerca. De la chamarra del hombre se emitía esa vibración. La mujer dejó el cuchillo con el que picaba las cebollas, se acercó al comedor, donde la prenda colgaba sobre la silla, y encontró el origen de aquel sonido. Vio la pantalla del teléfono celular del hombre, que aún vibraba entre sus manos, con una leyenda: 1 Mensaje recibido. No pudo evitar la curiosidad de leerlo.

El contenido era directo: Ya llegamos a Puerto Vallarta. El clima está delicioso. Me encantaría que hubieras venido conmigo, pero esta vez le tocó a mi marido. Extraño morder ese piercing. Hay comida en el refri. Convence a mi hija de que coman en la casa. Te amo.

Ella simplemente cerró los ojos y regresó a la cocina. De pronto, y de súbito, tiró al suelo el cuchillo y la tabla con las cebollas recién picadas, y no supo qué hacer.

El rostro de aquella mujer cambió por completo. Pocos minutos después, el hombre regresó a la cocina, recién bañado, con una toalla atada a la cintura. Ella lo miró, se acercó, lo besó y, con un suspiro que no sale sino de lo más profundo del alma, introdujo su lengua en la boca de aquel hombre para que él la correspondiera. Así fue.

Y cuando el hombre metió su piercing entre las fauces de la mujer, ella comenzó a mordisquear la periferia de ese metal húmedo. Lo sintió entre sus dientes y jugueteó con él. De pronto, sus ojos enardecieron, el sudor se le hizo frío, el odio la dominó, y sin pensárselo mucho, apretó con sus mandíbulas el piercing, respiró hondo y, sin más, sacudió su cabeza con toda su rabia hasta arrancar con sus dientes aquel metal de la lengua de ese hombre. Él sólo sintió cómo los colmillos de la mujer estrujaron su piercing y le desgarraron la boca entera. Era como si una hiena tomara los restos de un cadáver y le separara los trozos con toda su fuerza.

Tras el acto de ver al hombre ya tirado el suelo, deshaciéndose por el dolor, la mujer recogió del piso el cuchillo y la tabla sobre la cual picaba. La colocó a la orilla de la mesa, se hincó al ras de la tabla y le lamió la superficie, que le supo un poco a las cebollas que recién había cortado. Sobre la tabla, extendió su propia lengua lo más que pudo. Tomó el cuchillo en forma horizontal, a la altura de la tabla. Suspiró, apretó los ojos y, sin cuestionárselo, dejó caer con toda su fuerza aquel filamento de cocina.

Lo que quedó fue un hombre con el hocico roto y una mujer con los labios bañados en sangre. Después de todo, ella cumplió lo que prometió respecto a él: ya no volvería a pronunciar su nombre… ni el de nadie.