El néctar de los lobos

Espacio de placer sensorial. Cuentos, poesía, fotografía, periodismo... empalmes creativos. Los llaman góticos, de terror, románticos, de amor, de nostalgia, de abandono, de venganza... de la vida misma. Tinta electrónica que, aun sin ser palpable, es transmisible... Un vouyerismo literario.

Capullos de alfiler


Me acurrucaste entre tus capullos de alfiler,
y dormí atravesado por sus filamentos plateados.
Y cuando me recordaste y comenzaste a descoser,
me encontraste cercenado en esas púas que tienes por manos.

Y es que no hay hebra que pueda bordarte
ni lírica que consiga delinearte.
Estos mis poros, de los que tanto te alimentaste.
Esta piel que tantos santiaménes te cenaste.

Vuelve a llevarme hasta los contornos del cosmos.
Usa tus agujas para zurcirme las alas.
Con ellas quiero rajar el aire de los vientos
para luego descansar en tu envoltura de manecillas aperladas.

Fuimos el sincretismo de nuestros sentidos
y tus besos se ajustaron al empalme de mis labios.
Las galaxias se alineaban al registro de tus latidos.
Esas tus manos, látigos de cinco colas rompiéndome los brazos.

Eres como el capullo en el que me tienes apresado:
inerte, insociable y pendiendo de un ramal.
Te acorralas por tus odios y me aferras a tu corazón acerado
con tu lengua de filamento tejiendo mi cautividad.

Mis pupilas sobrevivieron a tus agujas homicidas,
pero mis manos ya no podrán surcar la carnosidad de tu corteza,
cuando le creabas sucesos a mis noches forajidas
y le usurpabas a mi historia una pizca de su concurrida pobreza.

Tras el regodeo sensorial, mis poros pudieron rehumedecer
cuando la sangre se diluyó al reventarme.
Porque me acurrucaste entre tus capullos de alfiler
y en tus dedos tuve la ventura de colarme.

Pedro Meyer, fotógrafo: Poesía en 35 mm


Los versos no siempre viven en la lírica. Cuando abandonan las estrofas, sus dimensiones se dotan de volumen, luz, texturas, color y movimiento. Se abastecen de una cualidad más visual. Así nace una fotografía.

Sin duda, la imagen fotográfica da cuenta del entorno y lo atrapa en momentos que se vuelven inmortales. Y cuando quien retrata se permite manipular su trabajo y con ello reinventar su propia obra, estamos ante el nacimiento de un nuevo arte. Aquí es donde se inscribe el fotógrafo mexicano Pedro Meyer, un artista cuya creación cuestiona los límites entre la verdad y la ficción.

Pionero de la era de la imagen digital, sus obras han desafiado el arte de retratar. Sus innovaciones, aunadas a su naturaleza inquisitiva, han fungido como el martillo y el cincel que han roto el preconcepto del artista de la lente. Pedro Meyer es todo, menos un purista de la fotografía. De ahí el nombre de su exposición: Herejías.

Cuarenta años retratando la vida y obra del quehacer humano se materializan en cerca de 310 mil imágenes. Este año, su arte desemboca en un multihomenaje que más de 60 museos de todo el mundo y 23 galerías en línea le rinden a este fotógrafo.

Si bien Meyer desafía los alcances, funciones y posibilidades del lenguaje fotográfico, también hay un espacio para captar con su lente los instantes más puros de la expresión humana. Manipulados o no, los trabajos de Pedro Meyer logran en instantes enmarcados ver a la fotografía como toda una forma de expresión en la cual el ser humano y su quehacer son la materia prima.

Pedro Meyer toma la historia de todos los días y la atrapa en capullos de papel mate. Retrata con ironía los choques culturales, el consumismo y lo ecléctico del mundo globalizado. Y así refiere con su lente lo más cotidiano de la cultura popular: procesiones, objetos de culto, ceremoniales e incluso iconos políticos y rituales del cuerpo humano.

De esta forma, Herejías es un goce para lo sensorial, de un fotógrafo pendiente de la mínima expresión para convertirla en arte. Es un artista cuya lente documenta lo más retratable de la fragilidad humana. Sus fotos seducen, su lente desafía, su arte convence.

Una vez dominadas, las reglas pueden romperse para innovar y crear. Eso lo sabe Pedro Meyer, quien ha escrito versos de 35 milímetros para hacerlos poesía, con lo diverso y a la vez híbrido de la cultura humana. Un colorista de momentos, un pintor de la lente; un cuidador de instantes, de condiciones, de entornos, de un mundo donde caben muchos mundos.

Bajo las paladas de tus abismos




¿Cómo llegaste hasta aquí? Si apenas anteanoche nos despedimos y dijiste que me llamarías para planear sabediosquécosas. Ahora soy yo quien llega a tu nueva casa, hoy me toca ser quien te despide, tallando con las yemas de los dedos el cristal cuadrado que divide tu cuerpo pálido de mis manos rosadas.

Tu madre también parece algo muerta. Jamás te educó para jalarte un gatillo. Y no lo hiciste, pero llegaste al mismo punto. Te hilaste de las vigas del techo de tu casa. Respiraste. Con la gravedad a tope y la mirada en el abismo, tus pulmones se inflaron al compás de las astillas de la soga, que no tardaron en picarte el cuello. Y con la punta del pie derecho tiraste el banco.

Y ahí quedaste expuesto, como un dije humano.

Pero hoy de lo humano sólo te queda el atuendo. Tu tía Mercedes se encargó de comprarte un ajuar a la medida. “Para que mi Nacho no llegue a la tierra de Dios con los trapos que siempre vestía”, le oí decir. Yo sólo le menté la madre con la mirada y me acerqué a ti para verte por última vez. Ahora sí por última vez. Me prometí tantas veces asesinarte que, ante mi desidia, mejor fuiste tú quien cogió la soga. Antes de que yo lo hiciera con mi propio cuello.

Aquella era nuestra despedida. Ya no tendré el vértigo de contemplarme cayendo ante tus muslos. Jamás volveré a morder la periferia de tus oídos. Ni tú podrás atravesarme la piel con tus palabras, esas que me decías, tan cargadas de ti que cada día se me enterraban más entre las hebras del cerebro.

Un funeral y la humillación pública deberían ser sinónimos, ¿no crees? Te cercan en una caja de madera, te levantan una portezuela para que todos te miren el rostro marchito y te escupan sus lágrimas, luego te pasean por las calles y al final te hunden en la tierra. Y te rocían tantas paladas de tierra negra como si te fueras a escapar. Es tarde, Nacho está muerto. Yo ya lo había matado.

El entierro fue lo mejor. Con la primera palada, tu tía Magdalena comenzó a gritar dolor. Segunda palada, tu primo Enrique conoció el olor de la muerte. Por la tercera palada, tu primita Gina aprendió a sentir miedo. Y por ahí de la vigesimoséptima palada, por fin pude sonreír. ¿Quién terminó destruyendo a quién?

Los enterradores aplanaron el ahora suelo. Sólo hasta entonces pude soltar la carcajada... porque sólo hasta entonces fue cuando en el fondo de la tierra supe que abriste los ojos.

Y comenzaste a arañar las paredes de tu propio ataúd…

El néctar de los lobos



"Creo que ya no podremos vernos".

Luego de arrugarte el rostro con mis propias uñas, siento tus brazos agitando fuertemente los míos. La alternancia de mis piernas me connota que estoy corriendo; y los domos debajo de mis ojos, que hubo una fuga salada. No pulso el freno sino hasta que llego a casa. Ya en mi habitación, noto cómo pareciera haber un magneto tan fuerte entre mis manos y el segundo cajón de mi ropero que casi por instinto me dirijo hacia él. Encuentro lo que estaba buscando.

Y es que cómo no hacerlo. Me conjugaste el verbo doler en todos sus tiempos y ahora la nada me ofrece lo que desde siempre me ha guardado: el frasco con la calavera de huesos cruzados, ese néctar de los lobos que había estado reservando para una ocasión especial. Qué pleno hubiera sido: que luego de un par de días el olor nos delatara, la policía entrara a aquella habitación y encontrara un par de cadáveres sobre la alfombra, junto a la cama. Desnudos, corrugándose, pero anudados el uno contra el otro. Y así perpetuarme en ti.

Pero para eso ya es tarde. Cuando se me cuela un poco de razón, ya me veo con aquel frasco sobre mis labios, en caída perfecta hacia mi boca. El líquido entra decidido a romperme el estómago. No pasa demasiado tiempo. La sustancia ya comienza truncándome las inhalaciones un segundo tejido al otro, como si un picahielo me rasgara el paladar.

Mis ojos me arden como si una llama me lamiera las pupilas. El ácido me surca las venas y a poco voy sintiendo cómo me revienta las uniones entre ellas, una por una. Despacio. Lento, casi tanto como el tiempo que tardé en admitir que aún te amo. El calor ya es tan fuerte que estoy transpirando humo.

Apenas y ubico el sabor. Es como hígado mezclado con gasolina tibia. La chispa alcanza el charco de sangre y de inmediato comienzo a incendiarme por dentro. El hedor es tan oscuro que me apesta el corazón.

Estoy vomitando sangre negra. Qué suerte tan hija de puta: me tragué el veneno y el veneno terminó tragándome a mí, como un arsenal de pirañas carcomiéndome los pulmones. Me quedo en horizontal. La sangre se me anega en el cerebro y en la espalda. Apenas y puedo entrecerrar los ojos.